La medalla milagrosa, explicada

Desde los comienzos de la Iglesia siempre ha habido devoción a la Santísima Virgen María y una creciente comprensión del papel que ella desempeñó en la historia de nuestra salvación. En la cruz, Jesús nos dio a María como nuestra madre. En el año 431, el Concilio de Éfeso proclamó el dogma mariano de que María es la Madre de Dios. Por lo tanto, no es de extrañar que, en 1830, María misma le diera a Catalina y a la Iglesia la invocación: «Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a vos». Esto sucedió sólo 24 años antes de que la Iglesia proclamara oficialmente el dogma. El 8 de diciembre de 1854, con la Bula Papa Ineffabilis, el Papa Pío IX proclamó solemnemente el Dogma de la Inmaculada Concepción: «…declaramos, afirmamos y definimos la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano. Por esta razón, debe ser firme y constantemente creído por todos los fieles». (DS 2803). Cuatro años más tarde, en 1858, la Santísima Virgen confirmaría este privilegio suyo en Lourdes, cuando se apareció a Bernadette Soubirous, diciéndole: «Soy la Inmaculada Concepción».

Las palabras y las imágenes en la parte delantera de la medalla, «Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a vos», expresan un mensaje con varios aspectos estrechamente conectados. La identidad de María se nos revela explícitamente en estas palabras; la Virgen María era inmaculada desde el momento de su concepción. Además, el poder de su intercesión para los que le rezan proviene de este privilegio, derivado de los méritos de la Pasión de su Hijo, Jesucristo.

También en la parte delantera de la medalla, sus pies reposan sobre una media esfera que representa a la Tierra, y están aplastando la cabeza de una serpiente. Esto nos recuerda la Buena Nueva de la Primera Promesa de Dios para Salvarnos (también conocida como el «Protevangeo») contenida en Génesis 3,15: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Ella te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón”.

Para los judíos y los cristianos, la serpiente personifica a Satanás y a las fuerzas del mal. María nos llama a entrar con ella en el amor sacrificial de Dios en el mundo, que se opone al materialismo del mundo. Esto requiere la verdadera gracia de la conversión que los cristianos deben pedir a María.

Las manos de la Santísima Virgen están abiertas y de sus dedos surgen rayos de luz. María explicó a Catalina que estas luces representan las gracias dadas a los que las piden, un indicio de que la gracia de Dios fluye a través de la Santísima Virgen María hacia nosotros, no muy diferente de la gracia que encarnó a Jesucristo en ella.

En la parte de atrás de la medalla, una carta y dibujos nos presentan un símbolo de María y Jesús. La letra «M» está coronada por una cruz. Esta «M» es la inicial de María, y la cruz es la Cruz de Cristo. Estos dos signos entretejidos significan la inseparable relación que conecta a Cristo con su Santa Madre. María está asociada con la misión de la salvación humana a través de su Hijo, Jesús. A través de su compasión y sufrimiento, ella se une a Cristo.

Hay dos corazones en el fondo de la medalla: uno rodeado por la corona de espinas, y el otro atravesado por una espada. El corazón coronado de espinas es el Sagrado Corazón de Jesús. Representa su amor apasionado por la humanidad. El corazón traspasado por una espada es el Inmaculado Corazón de María, su Madre. Recuerda la profecía de Simeón el día que María y José presentaron a Jesús en el templo. Estos dos corazones, representados uno al lado del otro, indican que la vida de María es de intimidad con Jesús.

Por último, doce estrellas se hallan en el reverso de la medalla, alrededor de su borde. Pueden representar dos entidades: a las doce tribus de Israel (enlazando el Antiguo Testamento con la medalla); y a los doce apóstoles, que fundaron la Iglesia. Pertenecer a la Iglesia es amar a Cristo y participar en su pasión por la salvación del mundo. Cada bautizado es invitado a tomar parte de la misión de Cristo, uniendo su corazón a los corazones de Jesús y María. La medalla nos llama a elegir, al igual que Cristo y María, el camino del amor anuestros enemigos, hasta el sacrificio total de uno mismo.